Envolviendo la cebolla I
Envolviendo
la cebolla
(primera parte)
“Estos
conejillos de indias de la fe,
¿qué son
realmente si su fe se viene abajo?
¿que queda de
ellos?
¿qué les
habían preparado además de esto?
¿qué otra
vida podrían empezar ahora?
¿qué son
cuando les falta su terrible fe militar?
¿qué puede
recogerles?”
Elias
Canetti – La Provincia del Hombre
Por razones obvias -vivo en
el País Vasco- desde hace bastantes años, tal vez desde la catequesis, me
interesan las reflexiones sobre el perdón, la justicia y la recuperación de la
víctima para la sociedad. También me interesan las reflexiones de quienes han
participado activamente en los grandes crímenes colectivistas cuando regresan
como hijos pródigos a la convivencia en valores humanos básicos. Me interesan
la capacidad de introspección de estos autores para analizar las motivaciones
últimas detrás de sus actos, su capacidad para valorarlos moralmente, la
sinceridad de su arrepentimiento y las opciones de redención que ellos mismos
barajan, esa redención que mide su arrepentimiento.
La
autobiografía de Günter Grass "Pelando la Cebolla" se vendió, al menos por eso la
compré yo, como la honesta confesión de todo un premio Nobel de su pasado nazi,
de por qué a los 17 años se apuntó voluntariamente a las Waffen-SS -Las SS eran
la más ideologizada y comprometida fuerza de Adolf Hitler, pieza fundamental en la perpetración de algunas de las mayores atrocidades del siglo XX- y, a comienzos del siglo XXI, Günter Grass estaba considerado un moralista implacable y el más grande autor alemán vivo. ¡Un moralista de las SS! Estas dos circunstancias parecían garantía que la explicación de lo ocurrido en Alemania en 1933 iba a merecer la pena.
El libro está muy bien escrito, se lee fácil, pero sorprende por lo
convencional, superficial y falto de introspección de un autor del que había
escuchado maravillas. Además, en ningún momento Günter Grass nos da una
explicación satisfactoria de por qué se hizo SS. Al revés, es la historia de un
joven que parece moverse sin convicciones, ideología o razones aparentes. Tanto
que a ratos parece el relato onírico de un ser desmotivado y sin voluntad, que
vive movido por fuerzas mayores, siempre inconsciente y sin ninguna
responsabilidad en las acciones en las que está participando, ni culpa, claro,
porque con esta inercia parece que el autor busca exonerarse a sí mismo y
descargar toda la responsabilidad en una fuerza mayor ante la que nadie podría resistirse,
algo así como las fuerzas de la historia que zarandearon a este pobre infeliz
sin que él pudiera hacer nada, como una hoja en una corriente que no entiende y
a cuya fuerza no se puede sustraer. No había otra posibilidad de
comportamiento. Las cosas eran así y punto. ¿Fuerza mayor? Anda ya, el truco de
presentar lo convencional como un fenómeno natural está muy visto. Qué
decepción, y de todo un premio Nobel.
Pero entonces llega un capítulo
sorprendente “De cómo me hice fumador”. ¿Por qué Grass se siente en la
obligación de dedicarle todo un capítulo a semejante trivialidad? A ver,
estamos en 1945, cientos de acontecimientos trascendentales están teniendo
lugar, Alemania es un montón de escombros, los soviéticos han entrado en
Auschwitz y han descubierto al mundo que la retaguardia nazi era más cruel que
el peor de los frentes, los USA han tirado la primera bomba atómica, el hombre
es por fin capaz de autodestruir la civilización y la historia… ¿y 60 años
después, al señor Grass le parece que lo más importante que le estaba
ocurriendo era que empezaba a succionar cigarritos de forma compulsiva?
Pero más sorprendente es aun que después
de no habernos dado ninguna explicación satisfactoria de por qué se hizo SS sí
sea capaz de explicarnos de forma brillante por qué se hizo fumador. En mi
opinión, éstas son las páginas más sinceras del libro. Es justamente en estas
páginas cuando -¿sin darse cuenta ni quererlo?-, Günter Grass baja su guardia,
y en la página 320 nos revela el secreto de su personalidad: “el deseo de
pertenecer al menos a la comunidad de los fumadores… me hizo adicto”.
Había terminado la guerra, Grass anda
errante como alemanes sin Hitler, como esos fanáticos ya sin causa de los que
hablaba Canetti (una característica del fanatismo es que no tiene plan B).
Perdido sin pastor pero sobre todo sin rebaño. Es entonces, cuando todo lo que
creía sólido ha desaparecido y no sabe qué hacer con su libertad cuando Günter
Grass confiesa una imperiosa necesidad que le puede: “el deseo de pertenecer”.
Porque Günter Grass es perfectamente consciente de que al fumar no está
consumiendo nicotina, sino una sustancia mucho más adictiva: pertenencia. El
tabaco le une a una comunidad estable. Gracias al tabaco puede satisfacer su
primer hambre. La búsqueda de pertenencia es la verdadera organizadora de su
personalidad, el impulso que ha condicionado su vida más de lo que
reconoce.
No sé si Günter Grass lo hace sin darse cuenta o a propósito, pero esa
frase nos dice que tenemos que reinterpretar todo lo leído a la luz de esta
nueva revelación. Entonces comprendemos que fue nazi como fumaba, con la misma
compulsión, ansiedad y desesperación de un fumador empedernido. Comprendemos
que apretó los dientes, que miró con odio y participó en la causa nazi con entusiasmo
e intuimos que lo realmente característico de la Alemania nazi no era el miedo
ni esa inercia desganada o la cobardía de quien mira para otro lado que nos ha
intentado vender, sino el terrible entusiasmo de las causas.
Tal vez, el llamado terror nazi esté sobrevalorado y no sea verdad que
durante el nazismo el miedo fue el dueño de la conducta social, seguramente el
dueño de la conducta social fue el entusiasmo. El entusiasmo… tan parecido al
pánico.
Así que no se alistó obedeciendo a una inercia apática, sino que le
guiaba el entusiasmo como a cualquiera de los jóvenes de su Danzig natal. Como
a Wilhelm Roes que en 1942 estaba
desesperado por servir en las Waffen SS
impresionado con un cartel de reclutamiento en el que aparecía un hombre
rubio de las SS con «una de esas miradas en los ojos». Pero, como quería
alistarse antes de cumplir los dieciocho años, necesitaba la autorización de su
padre. «Le dije [que se necesitaba una autorización] ¡y sonrió de oreja a oreja
porque su primogénito iba a convertirse en un soldado de verdad, en las Waffen
SS! Claro que la firmó… El 1 de junio de 1942 cumplí diecisiete años, y el
8 de junio me llamaron a filas». (Testimonio sacado de El oscuro carisma de
Hitler – Laurence Rees)
No queda otra que reimaginar al moralista Grass cantando a coro,
eructando consignas, alzando el brazo y la voz con más energía y más alto que
los demás para demostrar su compromiso, para saciar esa misma hambre de
pertenencia que dirigía su vida, porque no podía vivir una vida sin algún tipo
de Nosotros. El moralista, como tantos, no se pudo sustraer al campo de fuerza
gregario y traicionó a la moral para entregarse a la pasión colectiva del
momento, para formar parte activa de eso que Zweig llamaba “hordas con
brazales”.
“el deseo de pertenecer al menos a la comunidad de los fumadores… me hizo adicto”.
“el deseo de pertenecer al menos a la comunidad de los fumadores… me hizo adicto”.
En esa simple frase está la clave para entender 445 páginas de excusas.
Su necesidad de pertenecer a una comunidad estable, aunque fuera la catalizada
por algo tan trivial como el tabaco, revela que Günterr Grass necesitaba
afirmarse en algún tipo de comunidad y que esa motivación fue central en su
vida y en sus actos. Paradójicamente, a pesar de la intención del autor de
practicar la indulgencia consigo mismo, ese momento -¿de descuido?- salva el
libro y lo convierte en interesante. Que un acontecimiento extraordinario nos
revele lo fundamental de un hombre tampoco es tan asombroso, pero encontrar en
una actividad superficial el secreto de su personalidad y las pistas para explicar unos crímenes
inverosímiles da qué pensar. La primera es que tal vez nuestra naturaleza
gregaria se revela mejor en las pequeñas trivialidades, como bien sabemos
quienes vivimos en el País Vasco.
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En fin, que la frase en sí me parece la
perla del libro, el secreto que Günter Grass nos estaba ocultando mientras que
se vestía diciendo que se desnudaba. ¿Ha sido su inconsciente de narrador el
que nos ha regalado la médula de la cebolla o ha sido él mismo, perfectamente
consciente y a propósito? Porque ya nos había avisado: “al recuerdo le gusta
jugar al escondite como lo niños. Se oculta.” “Ya se refuta lo que siempre
quiere pasar por verdad, porque resulta ser la mentira, o su hermana menor, la
trampa, la parte más resistente del recuerdo”
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